Cuando se mira a Colombia desde afuera sorprende el contraste entre grandes ciudades y zonas rurales marginales, abandonadas por el Estado, y donde se enquistaron las organizaciones ilegales: unas veces la guerrilla, otras los paramilitares, y también el narcotráfico. Sin un sólido proyecto de Estado, históricamente Colombia abandonó a su suerte sus áreas periféricas. Nunca ha existido una conciencia del territorio. Pocos conocen estos territorios de frontera: soldados, guerrilleros, paramilitares, algunos investigadores científicos, aventureros colonizadores, misioneros, comunidades indígenas y secuestrados de las FARC. Todos en cambio hablan del “territorio colombiano”, pero sólo lo conocen en un mapa o desde el avión.
La frontera sur es uno de esos territorios donde a falta de presencia de las instituciones del Estado, la guerrilla y el narcotráfico, de un lado, y las bandas emergentes y el narcotráfico, del otro lado, terminaron por coparlo todo. La naturaleza le tiene pavor al vacío.
Del lado de Putumayo, hasta hace unos 15 años, la guerrilla hizo de esos territorios una retaguardia estratégica y la base para un proyecto político. Después, paulatinamente la carrera por los recursos para la guerra los convirtió sucesivamente en prestadores de servicios de protección al narcotráfico y en agentes mismos del tráfico de armas, de insumos para la coca y de coca. Las comunidades locales la vieron como la única presencia de una instancia organizada. Las armas les ayudaron a construir el imaginario de actores de poder. Y asumieron allí tres funciones básicas del Estado: monopolizaron las armas, administraron justicia, recaudaron impuestos. Jóvenes colonos y campesinos construyeron su modelo de poder sobre esa imagen.
A la par que coparon el territorio y la vida social, también manejaron la política. Cooptaron los gobiernos locales de una descentralización mal concebida en territorios abandonados. Y se convirtieron en motor de las pequeñas economías de caseríos, esencialmente economías de servicios y suministros a la tropa. Además controlaron el empleo ligado al cultivo, procesamiento y transporte de la cocaína. A pesar de la operación que dio de baja a Reyes, la cotidianidad no ha cambiado. Los locales siguen viendo a la guerrilla como actor de poder, pues la economía de la coca y de la guerra sigue dándoles de comer.
Recuperar esta frontera, hoy contralada con minas antipersonales y con francotiradores, requiere de un esfuerzo inteligente del Estado. Hay que repensar una estrategia integral de despliegue y presencia del Estado que permita ganar la confianza de las comunidades sobre la base de garantizar la permanencia institucional, de solucionar problemas sociales, de facilitar oportunidades laborales diferentes a las ilícitas y de reconstruir el tejido social. No puede tratarse sólo de controlar militarmente bienes estratégicos y nodos de aprovisionamiento. En estas zonas la respuesta es el Estado y sus instituciones, las mismas que durante 20 años fueron diezmadas por los apóstoles del Estado pequeño. Si comenzamos hoy, hay por lo menos 10 años por delante antes de cambiar radicalmente la situación.
Publicado El Nuevo Siglo 22-06-2009
Publicado www.lapalabradigital.com
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