El orden mundial del siglo XXI está en proceso de cambio. Pero no a causa del cambio climático, tan de moda por estos días, ni de las guerras en Irak y Afganistán. Tampoco se debe al crecimiento económico y demográfico de los “big six” (Brasil, México, Nigeria, Suráfrica, India, China). Son las emociones el motor de este cambio. En realidad, inclusive en la vida cotidiana, no es posible entender al ser humano, ni a la humanidad sin integrar sus emociones, que como el colesterol, pueden las hay buenas y malas.
El siglo XX fue el siglo de la razón y de la ideología. Entre 1917 y 1989 las decisiones geopolíticas fueron fáciles en un mundo bipolar. El siglo XXI es el siglo de las emociones. Los argumentos y los cálculos racionales, propios de un juego de ajedrez, primaron en las decisiones geopolíticas del siglo XX. Las emociones y los sentimientos están direccionando las decisiones de las naciones y las subregiones en este siglo XXI. Hoy muchos más pueblos se están preguntando por su identidad y por su futuro. Y los medios de comunicación están allí para difundir los sentimientos y emociones de estos pueblos.
Son numerosas las emociones de los pueblos: resentimiento, rabia, honor, solidaridad, amor, desespero, etc. Pero la noción de confianza, necesaria para la evolución de una nación, parece estar atada principalmente a tres emociones: miedo, humillación y esperanza. El miedo es la ausencia de confianza al interior de una nación. La esperanza, por el contrario, es la expresión de esta confianza. La humillación es la confianza y la dignidad maltratadas, situación propia de aquellos que han perdido la esperanza de un mejor futuro. Cuando el pasado idealizado contrasta con la frustración del presente, el resultado es la humillación.
Muchos de los conflictos actuales, mundiales, nacionales y locales, pudieran encontrar una nueva explicación en estos términos. Cuando se ha experimentado humillación, y se ha perdido la confianza y la identidad, prevalecen las condiciones necesarias para un conflicto. También el miedo, utilizado en muchos países como herramienta de gobierno, consolida la desconfianza entre unos y otros miembros de la misma sociedad, es decir, la latencia de un conflicto.
Según Dominique Moisi, en “Geopolitics of Emotions”, son las culturas del miedo, la humillación y la esperanza las que están moldeando el nuevo orden mundial. Demasiado miedo, demasiada humillación e insuficiente esperanza constituyen la más peligrosa de todas las combinaciones sociales en el siglo XXI. Para prevenir este coctel, habría que desarrollar más capacidad para entender esta ecuación de emociones sociales. Tarea para Napoleón Franco y cia.
Muchos quisiéramos que fuera la esperanza la que dominara y que todas las naciones pudieran actuar en función de su confianza en el futuro. Muchos quisiéramos ser capaces de sobrevivir a la cultura dominante de miedo y humillación para comenzar a enseñar la esperanza. Ese es mi deseo para Colombia en 2010.
Publicado El Nuevo Siglo 21-12-2009
Mis opiniones sobre temas territoriales, urbanos, sociales, políticos e institucionales.
19 de diciembre de 2009
8 de diciembre de 2009
Las preguntas existenciales de María
María es una española de clase alta. Vive en Ibiza. Le gusta viajar. Le gusta el jet-set y vive en él. También es empresaria. Ha logrado una articulación comercial global exitosa entre artesanos en Malindi, en la costa Este de Kenia, y la costa española. Desde hace 10 años produce kikoi, especie de chal multiuso para los locales kenianos, a costos muy bajos, es decir, en el lenguaje global, a costos muy competitivos. Y los distribuye a los almacenes de productos de clase alta en España. Por supuesto que venderlos en los almacenes de clase alta en España es fundamental para el negocio: no solamente se puede multiplicar el precio por más de diez, sino que se vuelve un producto aspiracional para la clase media. María es una pequeña empresaria exitosa.
María llegó por casualidad a esta “buena plaza”. La primera vez llegó a visitar a un médico amigo que se había instalado allí. Y María, que siempre ha tenido aquella facilidad que manifiestan algunas mujeres de clase alta para crear la moda con prendas normales, se imaginó el kikoi semicubriendo las caderas de las europeas refinadas en la playa. Desde ese momento comenzó a trabajar con un keniano indio (los indios suelen dominar el comercio y la pequeña industria en las ex colonias inglesas), quien por ocho años ha asegurado desde su microempresa la producción artesanal que María necesita para su pequeño mercado de lujo en la costa española.
María viaja seis semanas al año a Malindi, tiempo durante el cual trabaja duro. También, al finalizar cada sesión anual de seis semanas de trabajo, suele hacerse preguntas cruciales. Su última pregunta fue sobre el salario de los empleados del señor indio, que reciben unos sesenta dólares al mes. Para estos empleados locales, tener este trabajo es un privilegio, si se les compara con muchos otros kenianos.
¿Cómo es posible que el precio de un exclusivo cereal que María lleva desde España para sus desayunos equivalga a lo que gana uno de sus trabajadores al mes? Esta pregunta surgió la misma noche reciente en la que, contrariada, escuchó al conserje de su apartamento en Malindi explicarle que no moriría de calor por no tener aire acondicionado esa noche. Él mismo no había muerto de lo mismo en sus treinta años de existencia.
María se está haciendo preguntas globales y existenciales. Está percibiendo que tal vez hay algo que no debería ser como es, en términos de equidad global. Probablemente no pueda hacer mucho, pero no está mal que en el inicio de su edad madura entienda que algo anda mal en el mundo. No importa si tal vez lo olvide en su siguiente viaje, para navidad, a Santa Lucía en el Caribe, donde la espera su marido y varios amigos en su velero, para ir a Cartagena y luego a Bocas del Toro.
Publicado El Nuevo Siglo, 30-11-2009
María llegó por casualidad a esta “buena plaza”. La primera vez llegó a visitar a un médico amigo que se había instalado allí. Y María, que siempre ha tenido aquella facilidad que manifiestan algunas mujeres de clase alta para crear la moda con prendas normales, se imaginó el kikoi semicubriendo las caderas de las europeas refinadas en la playa. Desde ese momento comenzó a trabajar con un keniano indio (los indios suelen dominar el comercio y la pequeña industria en las ex colonias inglesas), quien por ocho años ha asegurado desde su microempresa la producción artesanal que María necesita para su pequeño mercado de lujo en la costa española.
María viaja seis semanas al año a Malindi, tiempo durante el cual trabaja duro. También, al finalizar cada sesión anual de seis semanas de trabajo, suele hacerse preguntas cruciales. Su última pregunta fue sobre el salario de los empleados del señor indio, que reciben unos sesenta dólares al mes. Para estos empleados locales, tener este trabajo es un privilegio, si se les compara con muchos otros kenianos.
¿Cómo es posible que el precio de un exclusivo cereal que María lleva desde España para sus desayunos equivalga a lo que gana uno de sus trabajadores al mes? Esta pregunta surgió la misma noche reciente en la que, contrariada, escuchó al conserje de su apartamento en Malindi explicarle que no moriría de calor por no tener aire acondicionado esa noche. Él mismo no había muerto de lo mismo en sus treinta años de existencia.
María se está haciendo preguntas globales y existenciales. Está percibiendo que tal vez hay algo que no debería ser como es, en términos de equidad global. Probablemente no pueda hacer mucho, pero no está mal que en el inicio de su edad madura entienda que algo anda mal en el mundo. No importa si tal vez lo olvide en su siguiente viaje, para navidad, a Santa Lucía en el Caribe, donde la espera su marido y varios amigos en su velero, para ir a Cartagena y luego a Bocas del Toro.
Publicado El Nuevo Siglo, 30-11-2009
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